Cruzamos la vaguada con marea baja y llegamos
a El Aaiún
Fue un viaje en el que íbamos de sorpresa en sorpresa.
Cuando menos nos lo esperábamos, en medio del desierto en que no creíamos que
hubiera un alma a pie en muchos kilómetros, encontramos a dos marroquíes
haciendo autostop.
No les cogimos,
porque lo hicieron otros marroquíes con camiones pequeños. Eso no era nada, pues
en Tanger, en un viaje anterior, nos sorprendimos todavía más, cuando
dirigiéndonos hacia Rabat por la noche, en el medio de la carretera apareció un
burro con las cuatro patas atadas y tuvimos que esquivarlo como pudimos. No sé
con qué intención lo pondrían pero por si acaso, ninguno de los dos camiones
que íbamos paró para comprobar qué pasaba.
Cuando llegamos a la vaguada coincidió que la marea estaba
baja y la atravesamos sin contratiempos. Antes de entrar en el Aaiún tuvimos
que atravesar tres controles del ejército, lo que hicimos sin problemas, y una
vez llegados a la ciudad, aparcamos para dormir allí. Ameyugo, el compañero nuestro que hacía quince
días que estaba averiado y al que llevábamos la pieza que le hacía falta, se
alegró muchísimo porque tenía unas ganas enormes de salir de allí, aunque había
estado muy bien tratado por los franceses y los trabajadores marroquíes.
Prohibido hablar español
Al día siguiente, 15 de febrero, mi hermano y yo fuimos a
descargar a una parte alejada de El Aaiún. Mientras nos descargaban, pasaban
por allí unos saharauis y vimos que disimuladamente se iban acercando a
nosotros. Nos hablaron en español y nos dijeron que estábamos invitados a sus
casas, que fuéramos con ellos. Así lo hicimos y estuvimos en una de aquellas
haimas. Nos querían obsequiar con comida y bebida, pero les hicimos observar
que no teníamos mucho tiempo. Los saharauis nos dijeron que tenían prohibido
hablar en español y que no debían vernos hablar con ellos porque peligraba
nuestra integridad. Cuando salimos de la haima lo hicimos sigilosamente y con
el miedo en el cuerpo, mirando para todos lados.
La pobreza era
insultante desde nuestro punto de vista, pues nosotros, los franceses y demás
europeos que había allí construyendo los edificios encargados por Hassan II éramos
unos privilegiados. Veíamos desde el restaurante que los pobrecillos empleados
trabajaban día y noche sin parar y se alimentaban con algunas latillas,
mientras nosotros teníamos todas las comodidades del mundo.