viernes, 30 de mayo de 2014

LA OFICINA DE SAN JOSE



La oficina de San José

            En la oficina se nos daba instrucciones, recogíamos los papeles y nos daban el dinero que nosotros creíamos que íbamos a necesitar. “¿Cuánto necesitas para este viaje?”. Por lo general, recibíamos todo el dinero que pedíamos, y luego nos lo descontaban del importe que facturábamos a final de mes. Eso significaba que algunos, a los que les gustaba jugarse el dinero en ciertos lugares como el Carrito, en Francia, o gastárselo en otros vicios inconfesables, a fin de mes debían más que lo que facturaban. Así que siempre trabajaban con dinero adelantado y estaban en permanente deuda con la empresa.

En este viaje, a Rebollo, que era chófer de la empresa, Javier le mandó dejar el remolque para que lo enganchara un alquilado, Ismael Gamazo.

 Javier era el Jefe de Tráfico, el que cortaba el bacalao, un hombre de baja estatura pero de mucha inteligencia, serio, que trataba a todo el mundo de usted, y que dirigía todo sin olvidarse de ningún detalle. Sabía dónde estaban todos los camiones, que eran muchos, en cada momento, y controlaba incluso la situación económica y la forma de ser de cada persona.

            Con él estaba Pablo, otra persona especial con una memoria prodigiosa, algo robusto y de parecida estatura, que a todos nos conocía bien. No le hacía falta agenda, tenía en su memoria los teléfonos de todos.

Estas dos personas excepcionales distribuían los viajes con mucho tacto y mano izquierda, capeando los caracteres de los chóferes de la empresa y de los alquilados, cosa que no era nada fácil. Allí estaban entre otros el Alambritos, Enrique (de Benavente, que quiso ser torero), Benjamín (que casi llega a ser cura y colgó los hábitos en el último momento; era especialista en ciclismo y en imitaciones de compañeros), la familia Sánchez, compuesta por Sánchez el viejo y sus hijos Jerónimo (apodado “La Cabra”) y Antonio, Leopoldo (con su cartera siempre repleta, que la sacaba en público con orgullo y la llamaba la Leopolda),  Pizarrín (de Elorrio), Tarugo y su hijo, Loigorri, Guijo, el Rioja, el Lute, Curro, Collado, los Gamazo, los Tudero (Meli y Tino), Ameyugo, Ventura, Chao, Félix Salaberría, Juanito “el Rompe Bragas”, Juanito Lecuona (de Oiartzun), Díez, los cuñados Tonis, (que eran de Tomelloso), Blanca, Juan Luis, Piloto, Collado, Juan Mari el de Huici, “El Peque”, Puente, Muguruza, Jose Luis el de Burgos, Enrique Oreja, Eugenio Nicolás, Guti, Elola, Manolito el americano, Escamilla, Paco Portu, Fariñas (el Fari), Oyarbide, Miguel el casero, Basilio el mafioso, Galarraga, Gallastegui, “El Panadero” (que era de Extremadura), Azanza, Juan Cruz,  “Pecho Látigo”, (le llamaban así porque era estrecho de pecho), y otros tantos más, que me perdone al que no le haya mencionado, entre los que nos incluíamos mi padre Eugenio García, mi hermano Eugenio, (llamado “el llanero solitario”) y yo. Éramos personas de todo tipo de caracteres y ambiciones, dificilísimas de llevar. 

            Por encima de Javier y Pablo, estaban los mandamás, Quiroga y Estensoro, los socios emprendedores. Los dos eran verdaderos empresarios, de los que no hay ahora, porque sabían motivar a la gente. Siempre tenían muy claro que los que sacaban la empresa adelante eran los chóferes, así que los tenían muy bien incentivados.

            Yo sólo conocí a Quiroga que era gallego. Quiroga era un hombre que infundía respeto. Alto, fornido, bien plantado, con fuerte personalidad, hablaba francés perfectamente y tenía muy buenos contactos en las altas esferas. Era capaz de echar la bronca a cualquier gendarme en su propio idioma, como sucedió una vez que yo estaba presente.

Se cuenta que una vez al  “Alambritos” lo pararon los gendarmes y porque no le dejaban seguir conduciendo, le pegó un puñetazo a uno de ellos. Lo detuvieron y tuvo que llamar a San José para que pagaran la multa o la fianza y pudiera salir de la cárcel. La empresa pagó doscientas mil pesetas, un dineral en aquel tiempo, y cuando llegó a Oiartzun, le llamó Quiroga a su oficina. Él ya estaba preparado para recibir la bronca cuando se llevó una agradable sorpresa, porque Quiroga le dio la enhorabuena por defender la empresa y además una gratificación. Salió de allí dispuesto a comerse el mundo y a morir por la empresa si fuera necesario.

            En otra ocasión en que, debido a una huelga, en el peaje de la autopista y en las carreteras de acceso a Irún, se quedaron paralizados un gran número de camiones durante varios días, incluido un fin de semana, Quiroga, a bordo de una furgoneta conducida por un empleado de San José, se dedicó a repartir bocadillos entre los transportistas, sin reparar de dónde fueran ni a qué empresa pertenecieran. Eran otros tiempos, otras mentalidades y otras personas. Gente que entendía el trabajo que conlleva conducir un camión.